Por Néstor Estévez Aunque ha quedado opacado por las actividades relacionadas con el 180 aniversario de la Independencia Nacional, un aleg...
Por Néstor Estévez
Aunque ha quedado opacado por las actividades
relacionadas con el 180 aniversario de la Independencia Nacional, un alegado
“experimento social” provocó gran alboroto en la víspera.
Las excusas de quien dirige el medio usado,
periodista con amplia trayectoria y prestigio, y un comunicado del Ministerio
de Interior y Policía, rechazando la afrenta, han contribuido a “apagar el
fuego” generado con la desatinada acción.
De todos modos, el tema ha de servir para
hurgar y encontrar aprendizajes o por lo menos pistas que nos ayuden a entender
la etapa en que vivimos y, con ello, atinar en el modo de conducirnos.
Lo ocurrido, salvando las distancias, encuentra
eco en un real hito de la influencia de los medios en las masas: La Guerra de los
Mundos. Estamos hablando de la adaptación radiofónica de la novela de H.G.
Wells, realizada por Orson Welles y su compañía teatral Mercury Theatre on the Air.
Para entender mejor es muy útil recordar que ese
caso ocurrió en un tiempo en el que, aunque ya se contaba con ciertos avances,
todavía no se disponía de la televisión como medio de difusión masiva y mucho
menos como recurso para el entretenimiento.
En aquel contexto, la radio, que además de
reinar como medio masivo, destacaba por su virtud de “crear mundos” a través
del “radioteatro”, era centro de atención para el común de las familias en
Estados Unidos.
Cuentan que una noche, la del 30 de octubre de
1938, serían pocas las personas dispuestas a escuchar el radiodrama
representado por el Mercury Theatre, programa
de una hora que se emitía semanalmente por la cadena CBS, a través de 92
emisoras distribuidas por todo el territorio estadounidense.
Según estudiosos que se han dedicado a hurgar
en aquel episodio, la mayor parte de los radioyentes prefería disfrutar la
velada dominical sintonizando a la competencia. Dicen que el programa de Edgard
Bergen y Charlie McCarthy multiplicaba por diez la audiencia de Mercury Theatre.
Pero aquella noche, a pesar de que Orson Welles
inició con un monólogo que situaba al oyente en la ficción, explicando que no se
trataba de un reportaje, las consecuencias todavía son motivo de investigación
para muchos estudiosos. Antes de compartir el contenido, Welles advirtió que se
trataba de un radiodrama. Pero quienes sintonizaron tarde o no pusieron mucha
atención al comienzo creyeron que la CBS estaba transmitiendo en directo nada
más y nada menos que una invasión de extraterrestres.
Un texto breve no alcanza para entrar en muchos
detalles. Pero, como es fácil deducir, el pánico y sus lógicas consecuencias
causaron estragos en una audiencia con muy pocas (casi ninguna) opciones para
comprobar la veracidad de lo que escuchaba.
Hoy contamos con opciones de más, pero ¿cómo asegurarnos de quién dice
la verdad? ¿A quién creer cuando cualquiera dice?
Aquella experiencia ayudó a entender mejor la
real influencia de los medios en las masas. Por eso se decidió regular sus
contenidos. Se entendió la necesidad de evitar la difusión de información
engañosa o alarmante.
Aquello, aunque inicialmente aumentó la fama de
Orson Welles, también generó críticas y controversias y afectó su relación con
los medios. Para ese tiempo, todavía Guy Debord no había publicado La société du spectacle (“La sociedad
del espectáculo”, en español), ni Vargas Llosa, su ensayo La civilización del
espectáculo. Pero ya había gente que, además de manipulable, y precisamente por
ello, daba crédito y actuaba en función de lo que cualquiera decía.
Hoy, a más de 85 años de aquel 30 de octubre,
en un país en donde cualquiera se cree con avales para realizar un “experimento
social”, se impone la necesidad de revisar ¿en manos de quién estamos? En un
país en donde aparece un “candidote” que no obtuvo ni siquiera su voto, y
después se destapa con que fue un amigo suyo quien lo inscribió, ¿en manos de
quién estamos?
Cuando alguien musicaliza un mensaje patriótico
con el himno de un país que ha invadido militarmente dos veces a la nación a la
que el emisor del mensaje (con la defensa a los mejores intereses de la
sociedad como bandera) pretende servir, se ha vuelto más que urgente
preguntarse ¿en manos de quién estamos?