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Ángel Martínez y la crisis de la verdad en la era digital

  Por Luis M. Guzmán En mayo de 2025, la detención del autodenominado “detective” Ángel Martínez en la República Dominicana abrió un capítul...

 

Por Luis M. Guzmán

En mayo de 2025, la detención del autodenominado “detective” Ángel Martínez en la República Dominicana abrió un capítulo revelador sobre los peligros de la desinformación y el desgaste institucional. Acusado de difamación, estafa y usurpación de funciones, Martínez simboliza algo más que un caso judicial: representa el poder que puede adquirir un individuo en un entorno donde la percepción vence a la verdad.

Durante años, Martínez cultivó una imagen de exagente federal, analista de inteligencia y defensor de la transparencia. Desde YouTube y redes sociales denunció, acusó, y narró historias que parecían provenir de fuentes oficiales. Sin embargo, la DEA confirmó que nunca formó parte de esa institución ni de ninguna otra agencia de seguridad estadounidense. Su figura fue un montaje eficaz, sostenido en una narrativa que explotaba vacíos institucionales.

El ascenso de Martínez no puede entenderse sin el contexto social que lo propició. En un país donde la corrupción ha debilitado la confianza ciudadana y donde muchos sienten que la justicia solo responde a los poderosos, voces alternativas como la suya hallan eco. Prometía lo que las instituciones no ofrecían: castigo a los corruptos, revelaciones exclusivas y acceso al “poder detrás del poder”.

Pero esa promesa se construyó sobre falsedades. Las querellas por difamación presentadas por figuras como Faride Raful, Hipólito Mejía y Guido Gómez Mazara, y la acusación de estafa por más de 300 mil dólares a una empresaria, revelaron el uso estratégico del engaño como arma. Martínez manipuló su supuesta autoridad para obtener beneficios personales y difundir campañas de descrédito sin fundamento.

En República Dominicana, los delitos de difamación e injuria están penalizados por la Ley 6132. La querella privada permite a cualquier ciudadano afectado acudir a los tribunales para reclamar reparación por daños al honor. Aun así, el proceso suele ser lento y muchas veces visto como una "herramienta política", lo que debilita su legitimidad y disuade a las víctimas.

Este entorno legal ambiguo ha sido aprovechado por personas como Martínez, quienes se amparan en la libertad de expresión para cometer abusos. La delgada línea entre opinión y difamación se convierte en trinchera desde donde lanzan acusaciones, confiando en que la lentitud judicial les permitirá seguir operando sin consecuencias inmediatas.

El fenómeno Martínez es un espejo de una era donde los influencers sustituyen a los periodistas y los algoritmos a la investigación rigurosa. La manipulación discursiva —basada en emociones, espectáculo y enemistades personales— tiene mayor alcance que los datos comprobables. En este nuevo ecosistema digital, la verdad se vuelve un producto más, negociable, moldeable, prescindible.

Las redes sociales se convierten así en escenarios de guerra simbólica. Allí, estrategias como la victimización estratégica, el ataque ad hominem o la autolegitimación (presentarse como "insider" del poder) crean entornos donde se recompensa la polarización y no la verdad. El caso Martínez es paradigmático de este proceso: una ficción repetida lo suficiente se transforma, para muchos, en certeza.

Pero el problema de fondo es más grave: la pérdida de confianza institucional. Cuando los ciudadanos ya no creen en la justicia, ni en los medios, ni en los partidos, cualquier voz que se declare "anticorrupción" gana poder, sin importar si miente. Esto convierte al público en presa fácil del populismo digital, donde el ruido reemplaza a la razón.

Restituir esa confianza requiere más que sentencias judiciales. Se necesita transparencia real, justicia accesible, medios responsables y una ciudadanía educada para distinguir entre hechos y ficción. La alfabetización mediática debe ser una prioridad nacional si se quiere contrarrestar el impacto de las figuras que, como Martínez, parasitan las debilidades del sistema.

El caso de Ángel Martínez debe servir de advertencia. No solo por el fraude que representa, sino por la facilidad con que se convirtió en referente para muchos. Su figura no fue una anomalía, sino el producto previsible de un sistema donde la verdad se relativiza y la impunidad —desde cualquier trinchera— se normaliza.

En esta encrucijada, el país debe decidir: o fortalece sus instituciones y educa a su población para el discernimiento crítico, o seguirá oscilando entre farsantes carismáticos y silencios oficiales. La democracia, en el fondo, no se mide solo por el voto, sino por la calidad del debate público. Y esa calidad hoy está en juego.