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Cuando llegaron los sombreros ya no había cabezas

 Por Néstor Estévez. Hace algunos días escuchaba hablar a una persona cargada de buenas intenciones. Se refería a un tema muy importante y n...

 Por Néstor Estévez.



Hace algunos días escuchaba hablar a una persona cargada de buenas intenciones. Se refería a un tema muy importante y noble: la importancia de cuidarnos para estar bien.


Esa persona aludía a la vieja recomendación “procura que tu alimento sea tu medicina para que no necesites que la medicina sea tu alimento”. Muy coherentemente destacaba lo importante del uso de alimentos y medicamentos naturales que sirven para mantenernos bien.


En medio de sus recomendaciones ponía énfasis en mantener bien el corazón, el hígado, los pulmones y los riñones. Y realmente está muy bien que así se haga porque se trata de órganos vitales. Si cualquiera de ellos deja de funcionar o comienza a funcionar mal, nada bueno ha de esperarse.


Pero llamó mi atención que esa persona se olvidara de hacer alusión al cerebro, que además de centro de mando para el funcionamiento de todo el cuerpo, desempeña una función determinante para nuestra relación con todo lo que podemos percibir.


En un escrito tan breve no alcanzaremos a abordar la dicotomía entre realidad y percepción. Pero expresiones como “ojo que no ve, corazón que no siente” o “como Santo Tomás: ver para creer”, dan cierta idea en relación con si existe o no lo que no percibimos.


Sobre el tema podríamos ampliar después. Por ahora es suficiente con destacar el rol de la virtualidad (que muchos denominan como la nueva realidad) tan omnipresente en la vida moderna. Desde la cantidad de tiempo que dedicamos a temas absolutamente irrelevantes hasta el denominado teletrabajo, sin olvidar que vivimos un tiempo en el que mayoritariamente se asume que “si no lo publicaste en las redes, no ha sucedido”, nos encontramos con la virtualidad.


En los últimos años, con incremento exponencial durante el tiempo de pandemia, se ha venido verificando una creciente inclinación a asociar virtualidad con sentimientos. Para expresarlo en términos sencillos, se trata de una manera de saltarnos el proceso de que algún estímulo impresione cualquiera de nuestros sentidos para que, mediante otro proceso que incluya recorridos por redes nerviosas, nuestro cerebro nos ayude a entender que estamos viviendo una experiencia que puede o no resultar grata, aleccionadora, estimulante, etc.


Lo que, de manera natural, para poner el ejemplo del oído, necesitaría ser recibido por la oreja, para llegar como estímulo físico hasta el oído medio, para luego convertirse en estímulo nervioso en el oído interno, y de ahí pasar al cerebro para que, relacionándolo con ciertos antecedentes que nos ayuden a entender, se convierta en mensaje, ahora logra su cometido apelando a lo neurológico.


Es que gente muy hábil, pero no sana, se está aprovechando de los significativos avances que en el último medio siglo se ha logrado en neurociencias. Se ha puesto en boga lo que algunos llaman “neuro-lo-que-sea” o lo que otros llaman “neurotonterías”. Ciertos “avivatos” le anteponen “neuro” a cualquier cosa, le agregan par de disparates encontrados con Google, y terminan vendiéndose como expertos en lo que haga falta para conseguir dinero.


Lo que ha costado, y sigue costando muchas jornadas de estudios serios, desde medicina, psicología química, ingeniería, matemática, lingüística, educación, filosofía, ciencias computacionales, entre otras muchas disciplinas, ha sido tomado a modo de asalto por quienes solo ven los beneficios particulares que cualquier acción les pueda generar.


Por eso ahora no se entiende la necesidad de comunicarnos, sino la oportunidad para hacerle llegar un mensaje a cada bobo que termine entregándome los recursos que pueda conseguir. 


Resulta difícil de creer que, en 1932, hace casi cien años, alguien escribiera: “Una dictadura perfecta tendría la apariencia de una democracia, pero sería básicamente una prisión sin muros en la que los presos ni siquiera soñarían con escapar. Sería esencialmente un sistema de esclavitud, en el que, gracias al consumo y al entretenimiento, los esclavos amarían su servidumbre”. Lo hizo Aldous Huxley, en su obra Un mundo feliz. 


Ya lo tenemos. En este mundo hiperconectado, con tantas ventanas para alimentar relaciones, el común de la gente se dedica a aparentar lo que no es, a hurgar en vidas ajenas y a conseguir los famosos “me gusta”.


Da la impresión de que hemos olvidado que la vida es la de verdad. Incluso, hasta alguien con la mejor intención de que nos cuidemos y estemos bien, termina olvidando que ese órgano que nos permite entender y lograr cierto control sobre todos los demás ha de ser prioridad. Como es fácil apreciar, estamos en grave riesgo de que cuando lleguen los sombreros ya no haya cabezas.