Por Néstor Estévez Tres historias me han estado “martillando” en las últimas semanas. Aunque cada una ha llegado por su lado, además de ha...
Por Néstor Estévez
Tres historias me han estado “martillando” en las últimas semanas. Aunque
cada una ha llegado por su lado, además de haber ocurrido en etapas diferentes,
todas parecen tomar vida propia y encontrar un punto en común.
La primera tiene que ver con unos recuerdos de niñez. Su protagonista es Freddy,
quien nació unos años antes que yo. Su tez oscura, sus ojos rojizos y sus
dientes exageradamente blancos son facciones muy difíciles de olvidar. Cuando
llegué a los estudios primarios ya él casi finalizaba. Pero el tiempo en que
coincidimos fue suficiente para que, aun con el paso de los años, sigan muy
vivas en mi memoria ciertas travesuras suyas.
Entre aquellas muchachadas destaca su dedicación para echar a pelear a los
más pequeños. Desde el uso de mentiras hasta armar chismes eran acciones muy
comunes en aquel travieso muchachón. Una de las artimañas favoritas de Freddy
consistía en tomar dos pequeños pedazos de papel, colocar cada trozo sobre la
cabeza de un mozalbete y decir: “el que lo tumbe primero es el más guapo”.
Eso desataba un pugilato que terminaba en pelea entre dos chicuelos que no
habían descubierto conflicto alguno antes del “invento” de Freddy. En muchas
ocasiones se llegó al extremo de producir heridas y hasta necesitar suturas
entre inocentes que habían caído en la trampa tendida por aquel travieso
muchachón.
Fue así como Freddy quedó en el recuerdo de varias generaciones como el
moreno que disfrutaba interrumpiendo la paz entre ingenuos que no lograban
establecer diferencias entre reales conflictos y sus trampas.
La segunda historia data de mis estudios secundarios. Está relacionada con
Tomás, inquieto muchacho de tez clara, ojos saltones y voz chillona. Tomás,
como Freddy, era travieso, pero a ello sumaba otra habilidad: armaba el lío y
se las ingeniaba para que otro pareciera culpable.
Ante maestros y compañeros de estudios, Tomás buscaba la manera para
embaucar. Su clave solo era conocida por una prima, hermana de crianza porque
ambos vivían con sus abuelos, a quien el travieso de Tomás mantenía bajo
amenaza para que no lo develara.
Fueron muchos los compañeros llevados a la dirección, enviados a la
orientadora y hasta botados por una semana, siempre por aparecer como culpables
de travesuras realmente cometidas por Tomás.
La tercera historia es mucho más reciente. Tiene relación con el ejercicio
del periodismo. Ocurrió en una de esas jornadas que, de manera frecuente,
procuro aprovechar para actualizar mis competencias en el oficio.
Estando en un seminario, uno de los facilitadores, tratando sobre la
necesidad de que la calidad humana siga caracterizando el ejercicio
periodístico, lazó un reto a la concurrencia. Debo advertir la enorme
vergüenza, y hasta sensación de repugnancia, que me provocó lo que mayoritariamente
se respondió al reto que rememoro.
“Ante una persona accidentada que requiere ayuda, ¿cuál acción debe
realizar un periodista? ¿Asistirle o registrar y dar a conocer el hecho?”, dijo
aquel facilitador en el seminario. El hombre necesitó de gran esfuerzo para
contener el murmullo que llegó a convertirse en “gallinero” en aquel salón de
trabajo.
Cuando, por fin, se logró poner orden en el seminario, para mi vergüenza,
se comprobó que una mayoría aplastante prefería limitarse a informar “porque
esa es la labor del periodista”. Alguno fue capaz de decir: “que lo ayuden los
cuerpos de socorro; yo no soy Defensa Civil”. Alguien se atrevió a confesar:
“¿Y si mientras yo ayudo, viene otro y da el palo?”. Y así siguieron
expresiones de gente que se mostraba “orgullosa” de su labor reporteril.
Ahora que repaso las tres historias, creo que he descubierto la razón para
su punto en común. Las tres se me parecen a los cíclicos conflictos entre Haití
y República Dominicana. Sobran réplicas de aquel Freddy que disfrutaba ver
pelear a dos que desconocen las reales razones para hacerlo.
También abundan las copias de Tomás, especializadas en que otros parezcan
culpables de lo que con saña han provocado. Y, como en el seminario de ingrata
recordación, mayoritariamente se asume que “eso no es asunto mío”.